El síndrome de la Z: JUGAR ó JUZGAR

El síndrome de la Z: JUGAR ó JUZGAR

La curiosidad nos mantiene vitales, despierta la energía de la infancia, nos vuelve niñ@s. Sin curiosidad no hay aprendizaje posible. La curiosidad es en parte un juego, o una parte del juego. Curiosidad es salir de casa, es traspasar la frontera de lo conocido, es finalmente un acto de generosidad hacia el otro, hacia la otra, hacia los otros.

En la palabra “nosotros” está la palabra “otros”

En la “alteridad”, en la forma de estar de otr@s existe la posibilidad de cambio, de aprender, de convivir. Hay una parte muy nuestra que como polaridad, quiere tener la razón, justificar la forma como hacemos las cosas, como vemos el mundo; también muy humano es justificar dónde y cómo vivo, como si eso fuera una forma de aceptación de mis circunstancias. Al valorarlas, las incluyo y las acepto.

Así que podríamos, en el coaching o en cualquier proceso de autoconocimiento, contar con tres partes nuestras cuando nos abrimos a una nueva experiencia, o cuando la Vida nos lanza un trueno que cambia las circunstancias: la primera parte sería nuestra versión que juzga para tener razón y justificar circunstancias; la segunda parte es nuestra versión curiosa y juguetona que se atreve y se conecta con un posible futuro y también se abre a l@s otr@s como un espectador siempre nuevo; la tercera parte es nuestra versión del observador(a) que como una lechuza (símbolo de la sabiduría en muchas religiones), no tiene expectativa alguna.

Lo difícil es atreverse a habitar la extrañeza

De los mejores recuerdos que tengo de mi padre era su forma de estar cuando viajaba con él y con mi madre, o cuando pasaba sus semanas en Madrid cada año. Se transformaba en un niño. Vital, juguetón, retrocedía en el tiempo. Se sentaba en cualquier plaza solo a ver gente. Y de su boca, y creo que también desde su corazón, no salía

juicio alguno; simplemente estaba abierto a la sorpresa de como eran los otros que pasaban. “Hoy quiero sentarme a ver gente pasar”.

En esta dualidad que es haber habitado dos países como en mi caso, o el de mi familia, ser o pertenecer a dos territorios diferentes en diferentes momentos vitales genera a veces de forma inevitables la comparación. Sin embargo, en mi padre no había batalla alguna comparativa, en él coexistía el trópico y el desierto; en él cohabitaban sin conflicto las recetas gastronómicas; en él no había ningún nacionalismo, ninguna exageración. Era un perfecto paseante.

Irene Vallejo tiene un texto precioso: “Viajar no es difícil, lo difícil es atreverse a habitar la extrañeza. Visitamos países y paisajes calles templos, construcciones sostenidas por un andamiaje de conceptos y una urdimbre de deseos: en todo lo que miramos anidan símbolos. El auténtico viaje exige emigrar de nuestras arquitecturas interiores y ablandar el corazón perezoso de los tópicos. En nuestras cabezas hay marcos mentales que no vemos porque los confundimos con lo evidente, lo lógico, lo natural. En realidad, todos somos estrafalarios. Acostumbrados a nuestras rarezas, las hemos bautizado como normalidad”.

Comparar es preparar la batalla

Los seres humanos necesitamos relatos épicos como ya lo he comentado en este blog en un post anterior. De hecho, la proliferación de apps en las redes sociales, que nos permiten compartir una versión “mejorada”, “edulcorada” de nosotros mismos, no es otra cosa que nuestra necesidad de sentirnos mejores. Es esta necesidad humana y muy individual, la que es utilizada hábilmente por aquellos que inventan arengas cada día para que pertenezcamos a un bando, a un partido, a una religión; para que les entreguemos nuestra absoluta lealtad.

Estas fracturas de nuestra pertenencia en territorios y tribus nos pasa factura. Nos prepara para el enfrentamiento. El escritor libanés Amin Maalouf las llama identidades asesinas, pues nos ubican en un campo de batalla, preparados para la siguiente venganza.

Un viaje requiere tu versión más elástica

“Donde fueres haz lo que vieres” repetía mi abuela Eugenia con frecuencia. Un viaje es un ejercicio de humildad. Sin embargo, el turismo de nuestros días está contaminado de la arrogancia de “yo soy el cliente que paga”. Hemos reemplazado nuestra versión de infancia curiosa por la versión que juzga y compara, por la versión de la arrogancia que busca tener razón y justificar desde el primer

momento, que el lugar de donde se viene es mucho mejor. Mi familia y amigos de juventud de Medellín suelen pasar con frecuencia por mi casa en Madrid. Y aprecio mucho aquellos que vienen con ganas de una convivencia elástica, dejando a un lado la narración comparativa que termina por sacar la peor versión mía como anfitrión.

Viajar al igual que recibir invitados en la intimidad de nuestra casa es una estupenda oportunidad para explorar distintas versiones nuestras que aún no se han expresado pues no han encontrado un escenario adecuado.

Te invito este verano, y me invito también, a encontrar una nueva versión “fronteriza” que te dé el permiso a tener pertenencias múltiples y nacionalidades que convivan dentro sin pelearse. Te invito a que a nuestro regreso de viajes y visitantes, nos encontremos con una identidad que no sea “idéntica” sino aquella que permita abrirnos e identificarnos con el prójimo. Espero de mí, y también de ti, un gran acto de rebeldía hacia el alineamiento, que dejemos los relatos conocidos en modo avión. Que nos abramos a la alteridad como un gran presente (estar presente es un gran regalo), que nos regalemos curiosidad como el gran acto de respeto hacia la forma de estar en el mundo de l@s otr@s.